Lunares

Durante el pasado equinoccio otoñal, Casandra se convirtió en Casandra. No lo supo hasta muchos parpadeos después.
Su día había empezado sujeto a una rutina a la que ya estaba acostumbrada desde hace varios meses: yoga, trabajo, casa, mascotas, plantas; una y otra vez. No quería tener tiempo para otras cosas, pensaba que su vida se encontraría en un perfecto orden si se mantenía al margen solamente con todo aquello que pudiera controlar. Mientras se preparaba para salir de casa, notó que en sus brazos había algunos lunares nuevos. Se veían bien, la gente los consideraba estéticos, por lo que no le prestó más atención al asunto. Tomó sus pertenencias y se fue. 
Esa noche comenzaron las pesadillas. Con el paso de los días, los minutos de sueño se acortaban y las horas de vigilia crecían. Al cabo de una semana, el estrés y la irritabilidad hablaban por ella. Estaba demasiado preocupada por otras cosas como para darse cuenta de que el número de lunares en su cuerpo proliferaba con una rapidez descomunal. Pero no solo aumentaban en cantidad sino también en tamaño. 
El día que Casandra fue consciente de ellos se miró al espejo un largo rato y comenzó a observarlos uno por uno. Tuvo que utilizar el del baño y uno de mano. Los lunares más grandes eran los de la espalda, medían un poco menos de un centímetro. Rozó sus dedos temblorosos por uno y sintió una pequeña molestia. Inmediatamente el lunar se abrió y comenzó a parpadear. Era un ojo. Casandra se asustó y tiró el espejo al piso, no sabía cómo llamar a eso que acababa de ver, pensó que quizás era producto de las horas sin dormir. Tomó otro espejo pequeño y volvió a analizar su espalda. El ojo seguía allí, despierto, mirando. Notó molestias en todo su cuerpo, como si se tratara de pequeños raspones que le ardían levemente. Se inspeccionó las zonas de dolor y se topó, por lo menos, con dos docenas de otros ojos de varios tamaños y colores. Se quedó inmóvil, deseando que todo fuera un mal sueño del  cual estuviera a punto de despertar, como ya le había pasado tantas otras veces. Sabía que no estaba dormida. Sabía también que, a veces, las pesadillas suceden a plena luz del día.
Era una mujer con ojos dispersos por todo el cuerpo. Tenía la certeza de que estaban viendo algo, lo sentía, mas no tenía idea de qué. Su corazón quería salirse de su pecho, trató de calmarse y se sentó sobre la tapa del inodoro. Volvió a mirarse al espejo dos, tres, cuatro veces. En todas ellas no duró más de cinco segundos sosteniéndose la mirada a sí misma, a los únicos dos ojos que tenía en la cara, los de toda la vida. A su cabeza llegaron imágenes de distintos momentos; algunos eran pasados, a otros ni siquiera los reconocía. No eran ninguna clase de recuerdos, los ojos le estaban mostrando su vida a través del tiempo. Los de la espalda proyectaban el futuro, los de los hombros y los brazos le mostraban el pasado. Los dos ojos con los que nació veían el presente. 
Casandra vio todo y lo usó a su favor. Se mantuvo un paso delante de la vida a cambio de perder la capacidad de asombro. Pasó el resto de sus días en la soledad de quien ya no sabe cómo relacionarse con los demás, pues sus lunares se convirtieron en el mayor secreto que se empeñó en guardar. Conocía su principio y su final, sabía cuáles eran cada una de las cosas que le sucederían. Intentó evitar algunas, hasta que se dio cuenta de que no funcionaba así y, entonces, simplemente se entregó al destino. 
El día que la encontraron muerta tenía agujeros en el cuerpo. La policía pensó que su asesino la había acribillado. Nadie tenía forma de descubrir que le habían robado los ojos.

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