El loco
¿En qué espejo de qué habitación
me esperará el más mordaz de mis reflejos?
Si los rayos del sol de la mañana se me posan
en la cara
privan a mis ojos de la vista.
¿Seré yo o será otro igual a mí?
Tengo un caótico listado de historias en la punta de la lengua,
sale a deambular cuando menos lo imagino
y traza un surco en senderos que nadie recorre
conmigo.
El espejo que me espera ¿Será uno
al que estoy acostumbrado o me arrastraré
hasta uno de los tantos Callejones del Gato
en busca de uno cóncavo que me muestre mi reflejo verdadero
y distorsionado a la vez?
¿En qué centro de qué forma
estarán los siete años de mala suerte
encapsulados en la pared, en el techo, en el piso,
en el aire
que ahora mismo se esparce por todas partes y me persigue
desprevenido?
El tiempo me alcanza para romper
cien o cien mil superficies reflejantes
de vidrio
y salir victorioso de la condena.
El norte y el sur se tornan borrosos cuando los busco
haciendo que el suelo se mueva y me acarree
siempre hacia un penúltimo lugar de destino
que es la nada y mi todo.
Los caminos se bifurcan en infinitas posibilidades
para adentrarme un sinfín de veces
en estaciones de trenes que son el punto de partida
para recorrer más lugares laberínticos
de los que Dédalo pudo vislumbrar.
Todos los días cambia la respuesta a la incógnita permanente
«¿A dónde quiero llegar?»
Ítaca no puede definirse con palabras.
Llego adonde llego, adonde mis pies me llevan
y el equipaje me permite soltar cada pequeña respiración
acumulada en la cabeza y no en los pulmones.
Emprendo búsquedas que a veces adquieren el sabor
de la huida y se tiñen de una libertad
que me aprisiona.
Llevo mis colores a cuestas y en soledad
impactando en las retinas de otros ojos
una serie de matices que rompen con la armonía
de la cotidianidad
y se instalan como presencias incómodas
para quien reconoce una parte suya en y a partir de
ellas.
Con el cuerpo hacia adelante y la mirada hacia arriba
me posiciono en distintos puntos
de un círculo interminable que rodea a todas
las cosas cíclicas
y las convierte en distintas experiencias
a pesar de que ya las haya atravesado
—y ellas a mí—.
Historias que se repiten
sin repetirse siquiera, aleatoriamente,
como la dualidad que emana el agua cristalina
cuando me asomo por el borde del precipicio
y vislumbro de lejos al otro yo
que se parece a mí y a alguien más.
Siempre a alguien más.
Cruzo el río y desdibujo el límite
entre lo real y lo ficticio
y mi permanencia en ambos mundos traza el sendero
por el cual el sueño y la vigilia conviven
en un tiempo que es el mío y es de todos
y es de nadie.
Lo fantástico se vuelve real
y lo real parece fantástico mientras la cordura queda atada
de pies y manos, invertida.
No tengo que regresar a lugar alguno
— no tengo ningún lugar al que regresar—.
Cargo con la mordedura del sentido común
que me dejó el recuerdo pero no la cicatriz
—¿cuál es cuál?—
de que algunas realidades son incomprensiblemente
humanas
y más rudimentarias que yo,
que viví y morí miles de veces
con cada trozo de espejo que se quebró
y quebré
en ocasiones que confundí la verdad con la mentira
y a mí con el otro
y al otro con alguien más.
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