527
Ruido. Una explosión. Humo. Silencio. Calor. Sesenta segundos.
El miedo y la piel erizada, la piel erizada y el miedo. Estoy en una carrera en la que no puedo perder. Cuando el final se encuentra a la vuelta de la esquina, la mayor de las victorias posibles es entregar al aire todas las memorias que el tiempo permita, dejar a la vida lo que es de la vida. Viví con las maletas hechas y ahora no me las puedo ni quiero llevar.
El tic tac del reloj no admite cobardías de último momento. Cincuenta y cinco segundos. El teléfono está demasiado lejos, en realidad todo está lejos porque no puedo pensar, mi cuerpo no se mueve, no sé qué hacer, ya no sé estar. Cuarenta segundos. El tiempo vuela más que de costumbre, ligero, como una pluma. Miedo. Calma. Miedo otra vez. Llevo dos conteos: el del tiempo y el de los recuerdos, el de la muerte y el de la vida. Sé que uno se come al otro ¿Cuál a cuál?
Diez. Fue agradable ver los colores. Ahora que estoy en la oscuridad los necesito más que nunca, pero sé que ya no los volveré a percibir; no me queda más que imaginarlos una última vez.
Nueve. Un semáforo en rojo, el viento en mis oídos, las hojas de otoño bajo mis pies. Mis dos amigas de toda la vida están embarazadas con tres meses de diferencia, festejamos mucho. No vamos a conocer a los bebés, no van a nacer.
Ocho. Las canciones de cuna que cantaba mamá ¿Dónde estará ella ahora? No recuerdo cuándo hablamos por última vez. Hoy soy grande y me siento más pequeña que nunca. Treinta segundos.
Siete. Leí mucho pero no lo suficiente, me quedó pendiente una selección infinita de libros. ¿Qué pasará con los libros? ¿Cómo los vamos a recuperar si los perdemos? ¿Alguien los memorizará? No estamos en Fahrenheit 451.
Seis. ¿Quedará alguien? ¿Quedará algo? En mi mente suena el último «te quiero» que dije. Se me quedaron tantos anudados en la garganta que no sé cómo pude seguir respirando durante tanto tiempo. ¿Cuántas muertes se puede tener?
Cinco. El árbol. Esa tarde de verano salí a caminar con el paraguas, las nubes y yo llovíamos intermitentemente coloreando el cielo con tonos grises. Me quedé parada frente a un árbol, el árbol, viendo cómo las gotas caían de sus hojas. Los truenos resonaban a lo lejos y las luces de la ciudad se prendieron. Saqué la foto y me quedé a vivir en ella. Quince segundos.
Cuatro. Sé que falta menos que antes, quiero refugiarme en ese último abrazo al que volví mil veces. La gente ya no se abrazaba, estaba prohibido, pero nosotros transgredíamos todas las reglas por un poco de calor humano. Tuvimos la complicidad y la valentía de arriesgarlo todo.
Tres. Las risas en la cocina, el aroma del café recién preparado, el noticiero, las luces del árbol de navidad. La música, un brindis, todos los deseos llegaron a su fecha de caducidad antes de lo esperado. Diez segundos.
Dos. Su espalda desnuda, la luz del sol iluminándole la piel, sus ojos dormidos. Sus ojos despiertos, sus ojos leyendo, sus ojos riendo. Sus ojos, su mirada. Sé que aun en la despedida supo que fue el amor de mi vida.
Uno. «Aun», ese adverbio.
Fragmento de recuerdos correspondientes al Día 1, extraídos de un microchip implantado a sujeto de prueba Nº527.
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