June
Por todas las desaparecidas
que hicieron de la esperanza
una eternidad.
Recibí la carta de June antes de partir hacia el pueblo. Le gustaba que la leyera durante la mañana, justo después de los primeros cantos de los pájaros, pero esa vez no tuve tiempo así que decidí guardarla para el camino.
Subí al colectivo y me apresuré a abrir el sobre. Ahí estaba su letra, perfectamente inclinada hacia la izquierda, con esas curvas que solo su mano sabe dar. A mi lado se sentó un señor mayor que no paraba de tocarse los nudillos, me recordaba a mi abuelo durante sus últimos meses.
June me contaba que los días al otro lado de la ciudad la trataban con gentileza. Había encontrado trabajo como mesera de un café ubicado en pleno centro, cerca del departamento que alquilaba con su pareja, un viejo amigo mío. Todo era nuevo para ella y, a pesar de que no tenía muchas certezas, cuando me contó sus planes de mudarse la alenté a hacerlo. Desde pequeñas habíamos hablado de rebuscarnos la vida fuera del lugar donde crecimos.
A veces la extrañaba, sentía mucho el hecho de no tenerla cerca y, en cambio, tener que esperar semanas después de escribirle para recibir su respuesta. Era un ida y vuelta lleno de esperanza de que a ella le fuera mejor que a mi. Extrañaba servir dos tazas de té a la hora de la siesta y sembrar margaritas en su jardín en el transcurso del verano. Me extrañaba, también, a mi cuando estaba a su lado.
Mantuvimos el contacto durante casi un año después de que se fuera. Cada vez me contaba más y escribía menos, como si en una simple palabra se escondieran mil cosas. Y yo, que siempre sentía que me habían comido la lengua los ratones, entendía todo a la perfección, teníamos una especie de complicidad en eso del puño y letra.
En septiembre, justo en la semana que cumplió veinticuatro, dejó de escribir. Al principio pensé que quizá estaba demasiado ocupada o no sucedía nada lo suficientemente relevante para contarme, pero con el tiempo me enteré que había desaparecido. Así como lo dije, desapareció. La última vez que la vieron fue en el trabajo y hasta el día de hoy no entiendo cómo alguien se puede ir sin dejar rastro alguno.
A veces miraba los árboles y pensaba en ella, en dónde estaría, con quién, en si seguiría estando o sería un saco de piel y huesos, o ni siquiera eso. Pasaron las cuatro estaciones, tres veces. No supe más de June.
Su pareja dejó de buscarla hace poco, sigue viviendo en el departamento que rentaban juntos. Me envió un regalo de cumpleaños, junto con una carta y algunas fotos de la firma de su libro; la tristeza y el cansancio aún se le notan en la mirada. Antes estábamos unidos por la amistad, ahora también por el dolor.
Sigo escribiendo lamentos y cariños a un fantasma que me habita sin siquiera estar conmigo. Sin destinatario, van quedando en el cajón de mi escritorio las cartas que no pueden ser mandadas. Algunos días se me da por contarlas: cuarenta y tres en total. Las palabras siguen frescas en mi memoria, no me olvido de ninguna, ni de mi querida June.
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