Dudas para Juan Rulfo

Quiero preguntarte, Rulfo, si el sabor a durazno algún día se va de la boca, de la memoria, del corazón. Si se queda ahí, alterando los demás sabores y un día uno ya no sabe si lo dulce es dulce o es amargo, o almíbar, o las cosas dejan de tener sabor y solo es la imaginación saboreando un deseo, el deseo —de tener sus ojos cerquita de los míos, de mi boca, de mis letras oportunamente inoportunas que lo encuentran hasta cuando no lo busco—.
Quiero preguntarte, Rulfo, si es posible que el durazno sepa también a vino y a naranja y a frutilla. Si acaso puede saber a nubes, a noches de desvelo, a viajes de una hora. Quiero preguntarte por qué el café en mi taza es solo café y en la suya es una montaña rusa de emociones y placeres sutilmente efímeros, como la risa. El Chiquillo —que es detonante de todas estas dudas— sabe que al café lo tomo dulce, con cuatro de azúcar y cuatro de amor —divididos en dos ojos y dos manos—. Y ahora, que me falta algo de eso, me sabe amargo, no me gusta como me gustaba antes. El café, digo.
Me falta, también, vitamina C. No hay duraznos, ni naranjas, ni verano. La piel me la pide a gritos y a insomnios ¿Es posible vivir así? Cuando salgo solo hay estrellas, sin embargo no me topo con el Sol. Y ahora que viene el otoño y después la época invernal... las carencias se hacen más obvias, ya sabés, pesan más. Sobre todo las que no se suplen con cosa alguna.
¿El después tiene después? ¿A dónde van las palabras que tenemos que dejar de usar? ¿Alguna vez te quedaste con cartas sin enviar? No contestes, Rulfo, por favor.

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