Mudanza
No podía dormir. Las paredes de su habitación parecían encerrarlo en el espacio de su cama vacía, repleta de las migajas de alguien que no iba a volver. Desbordado de todo, al borde de la nada, daba vueltas incontables veces. La mudanza era complicada, nadie le había dicho que las cajas se multiplican al llegar a destino y que las plantas se agobian con el viaje. La casa nueva, las habitaciones desiertas, el corazón roto, todo se juntaba en un insoportable después que no sabía de tiempos, ni espacios, ni formas.
Se había pasado la vida huyendo de lugares inhabitables y ahora era él mismo quien no podía habitar uno. Sabía sobre casas pero no tenía idea de hogares, nunca había terminado de prender su chispa del cariño, esa que se nota hasta en los ojos cuando arde en la chimenea que es el corazón. Iba de mudanza en mudanza, con la boca en silencio y las mejillas sin besos para recibir. Mucho menos los iba a dar.
No olvidó la primera vez que entró a la casa, nueva en ese entonces, vieja ahora. Era una época en la que todo le daba igual, solo quería cambiar de aires, de vecinos, de recuerdos del jardín pasado, por eso se quedó con la primera residencia que no le lastimó los pies apenas entró. La zona estaba bien, el resto le parecía lo de menos.
Cuando empezó a recorrer las habitaciones se percató de lo fácil que era perderse en el eco que hacía de sombra de las palabras. En esa casa encontró el laberinto y desde entonces lo llevó consigo como parte de todas las mudanzas. Una vez instalado intentó comenzar a vivir adaptándose a los días y al tiempo del sol. Durante noches el tic tac de los relojes lo atormentó, parecía haber invadido cada espacio de la casa. Pensó que tal vez no sabía decorar y sería mejor quitar todos los objetos que se estaban convirtiendo en molestias innecesarias para la convivencia consigo mismo que, en definitiva, es de lo que toda existencia trata. Sentía que era algo así como una casa embrujada. La vivienda no. Él. Lo habitaban todo tipo de fantasmas. A la hora de dormir algunos organizaban tertulias interminables, otros corrían muebles, otros jugaban a las escondidas en medio de los libros y las luces apagadas.
Unos días después de desempacar la última caja empezó a pensar cuál sería el próximo lugar al que se mudaría cuando las cosas fracasaran de nuevo y se viera obligado a huir indefenso, desarmado, con piezas sueltas llenas de todos los fantasmas que había adoptado. Durante una de las últimas noches de insomnio allí decidió hacer la limpieza. Comenzó por los pisos, siguió por las ventanas y dejó los espejos para el final. Al mover uno de ellos este se soltó de la pared y se quebró en mil pedazos. No tuvo tiempo de pensar en los siete años de mala suerte. Cuando se acercó a su reflejo se reconoció por primera vez en mucho tiempo y rompió a llorar.
La mañana siguiente los demás espejos de las habitaciones amanecieron con huellas marcadas, como si alguien los hubiera recorrido con los dedos. Las agujas de los relojes estaban quebradas y la pintura de las paredes lucía como si hubiera estado allí desde hace más de cincuenta años. Todo eso en una noche, que también fue tantas otras noches. Para él en todas las ocasiones esas fueron las señales de que debía comenzar la mudanza porque había embrujado la casa. Pero esa vez hizo algo distinto: no empacó cosa alguna. Dejó todas las maletas deshechas y se fue.
Se había pasado la vida huyendo de lugares inhabitables y ahora era él mismo quien no podía habitar uno. Sabía sobre casas pero no tenía idea de hogares, nunca había terminado de prender su chispa del cariño, esa que se nota hasta en los ojos cuando arde en la chimenea que es el corazón. Iba de mudanza en mudanza, con la boca en silencio y las mejillas sin besos para recibir. Mucho menos los iba a dar.
No olvidó la primera vez que entró a la casa, nueva en ese entonces, vieja ahora. Era una época en la que todo le daba igual, solo quería cambiar de aires, de vecinos, de recuerdos del jardín pasado, por eso se quedó con la primera residencia que no le lastimó los pies apenas entró. La zona estaba bien, el resto le parecía lo de menos.
Cuando empezó a recorrer las habitaciones se percató de lo fácil que era perderse en el eco que hacía de sombra de las palabras. En esa casa encontró el laberinto y desde entonces lo llevó consigo como parte de todas las mudanzas. Una vez instalado intentó comenzar a vivir adaptándose a los días y al tiempo del sol. Durante noches el tic tac de los relojes lo atormentó, parecía haber invadido cada espacio de la casa. Pensó que tal vez no sabía decorar y sería mejor quitar todos los objetos que se estaban convirtiendo en molestias innecesarias para la convivencia consigo mismo que, en definitiva, es de lo que toda existencia trata. Sentía que era algo así como una casa embrujada. La vivienda no. Él. Lo habitaban todo tipo de fantasmas. A la hora de dormir algunos organizaban tertulias interminables, otros corrían muebles, otros jugaban a las escondidas en medio de los libros y las luces apagadas.
Unos días después de desempacar la última caja empezó a pensar cuál sería el próximo lugar al que se mudaría cuando las cosas fracasaran de nuevo y se viera obligado a huir indefenso, desarmado, con piezas sueltas llenas de todos los fantasmas que había adoptado. Durante una de las últimas noches de insomnio allí decidió hacer la limpieza. Comenzó por los pisos, siguió por las ventanas y dejó los espejos para el final. Al mover uno de ellos este se soltó de la pared y se quebró en mil pedazos. No tuvo tiempo de pensar en los siete años de mala suerte. Cuando se acercó a su reflejo se reconoció por primera vez en mucho tiempo y rompió a llorar.
La mañana siguiente los demás espejos de las habitaciones amanecieron con huellas marcadas, como si alguien los hubiera recorrido con los dedos. Las agujas de los relojes estaban quebradas y la pintura de las paredes lucía como si hubiera estado allí desde hace más de cincuenta años. Todo eso en una noche, que también fue tantas otras noches. Para él en todas las ocasiones esas fueron las señales de que debía comenzar la mudanza porque había embrujado la casa. Pero esa vez hizo algo distinto: no empacó cosa alguna. Dejó todas las maletas deshechas y se fue.
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