Cuando el amor...



Las manos del amor están siempre abiertas para dar. Se ofrecen, eligen entregarse sin pensar en lo que recibirán. Sus pequeños dedos trazan puentes que crean reglas propias sobre el espacio y el tiempo, dibujan dulcemente piezas que sobran y, a la vez, encajan perfectamente en el corazón. Su tacto lima las asperezas de la soledad, besa cada cicatriz producida por los años y el olvido de haber sido humano algunos días.
Cuando el amor sucede, los postes de luz alumbran cada esquina de las calles, los semáforos no tardan tanto en cambiar, no hay más prisas. Los tropiezos de antes ahora dan risa. Delicadamente sus dedos mueven los hilos, hacen que caigan algunos muros inservibles, que en las habitaciones entren los rayos del sol, que la tierra infértil del jardín florezca. Que las tazas se llenen de café y aún así el sueño sea placentero, sobre todo con los ojos abiertos.
Cuando el amor es, se vuelve infinito. Lleva consigo la infinitud característica del ser humano, limitada, finita, sometida a la vida, recordada después de la muerte de un lado del puente. Esa infinitud que encuentra su lugar en las estrellas, testigos de todo lo que acontece. De vez en cuando, ellas nos besan los párpados antes de dormir.
Cuando el amor envuelve el corazón, uno se da cuenta de que el hogar siempre será el hogar, alguien a quien volver después de haber viajado a la luna, después de haberse quemado con el sol por volar tan cerca suyo, después del tiempo de sequías y heladas fuera de estación.
Cuando el amor sucede.
Cuando el amor es infinito.
Cuando el amor es.
Cuando el amor...
Cuando.
Amar es también desafiar al tiempo sintiéndonos inmortales, ofrecer lo más valioso, lo que no vuelve: la vida, que transcurre entre cada acto de amor. Ofrecer todas las cartas que nos tocó en el juego: solo tengo esto y te lo quiero dar.

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